Cuentos 1

 


Hace 1.750.000 años.....
(El fuego. Las armas. El Amor.)

Autor: Héctor Carlos Reis



I. El fuego

Estaba recostado sobre una roca, mirando temeroso el cielo colmado de negros y densos nubarrones; sentía ruidos que retumbaban entre los montes y veía luces prenderse en la semi‑oscuridad. Había visto y sentido eso antes pero ahora tenía más miedo; ese fuego que salía en el horizonte de un lado y se ponía en el opuesto, luego de brillar en lo alto, se había apagado de golpe tapado por esas nubes oscuras.

De pronto algo centelleó en el espacio y vio al árbol cercano brillar como si fuera el fuego del cielo. Dio un salto, gritó su angustia y cayó de rodillas.

Con terror advirtió cómo ese árbol que le servía para alimentarse con sus frutos y protegerse durante el día con su sombra, se consumía ardiendo.

Su curiosidad pudo más que el miedo y se acercó. Sintió que ese fuego le daba calor pero no le hacía daño; se arrimó para tocarlo (siempre su curiosidad podía más que el miedo) y al hacerlo experimentó un intenso dolor; huyó despavorido. Pero se recuperó y regresó junto al árbol que seguía llameando. Quería saber qué era eso; ya no lo tocó...había aprendido a respetar esas llamas rojas. Estuvo junto a ellas observando y notó que las ramas más secas se consumían más rápido.

Juntó coraje y tomando una gran rama con el extremo encendido, regresó en busca de sus compañeros.....



II. Las armas
Se hallaban reunidos junto al fuego; sus todavía torpes manos jugueteaban con guijarros, gruesas ramas y largos huesos de animales. Eran pequeños, casi enanos y delgados; caminaban erguidos pero en forma tambaleante aunque gráciles y rápidos. Las cabezas tenían frentes incipientes y huidizas. Algunos corrían mientras otros estaban echados. Era un grupo escaso...


Repentinamente saliendo de unos matorrales cercanos aparecieron infinidad de seres más altos y robustos, también tambaleándose y de aspecto feroz; no tenían frente pero sí una poderosa mandíbula... Proferían alaridos amenazantes y acometieron golpeándose el pecho con sus pesadas manos. Al llegar los intrusos tan imprevistamente, los pequeños y gráciles retrocedieron apabullados. Las hembras con sus crías tardaron más en reaccionar y fueron golpeadas por los robustos con sus manos y brazos musculosos. Algunas fueron tomadas y arrastradas en un intento de rapto. Unos robustos intentaban robar el fuego de la hoguera pero se quemaban y proferían aullidos de dolor y de miedo.

Luego de la sorpresa de los primeros momentos, unos gráciles, tomando guijarros y huesos de fémur de antílope, contraatacaron a los robustos, tirándoles las piedras y golpeando con los garrotes en sus cabezas y cuerpos...

Los fuertes, pesados, más grandes y numerosos robustos comenzaron a retroceder temerosos y sangrantes, abandonando el fuego y a las hembras.......




III. El amor
Con un gesto suave levantando su mano y mostrando la palma el pequeño homínido se acercó a la temerosa hembra. Paulatinamente la distancia fue disminuyendo hasta quedar uno frente a otro. La hembra sabía que ya no podía escapar; su vacilación del comienzo impidió su fuga. La actitud y el ademán la apabullaron; nunca antes un macho había actuado así con ella.

Resignada, se apoyó en la tierra con las manos y las rodillas, como el resto de los animales que no andaban erguidos. Cerrando los ojos esperó el embate del macho sobre su sexo...

El pequeño homínido, con suavidad, la dio vuelta echándola sobre la hierba y mirando sus ojos con ternura la besó en los labios... La penetró delicadamente. Ella sintió un gozo intenso. Ambos rodaron abrazados durante largos instantes.

La bola de fuego se iba recostando en el horizonte y el cielo se cubrió de rojos, naranjas, violetas que fueron enmarcando a dos homínidos amantes.

La luz siguió pues una hermosa luna llena fue reemplazando con brillo de plata los últimos destellos diurnos. La pareja seguía abrazada en lo alto de una colina; contemplaban extasiados cómo una pequeña nube ocultaba de a ratos la pálida luna. Juntos esos dos cuerpos ancestrales observaban el espacio y los interrogantes pulularon en sus menudos y primitivos pero curiosos cerebros. Esa noche las estrellas cobijaron a dos homínidos cabalgando sueños.





Otoño
 
Autor: Héctor Carlos Reis

Antes, hace ya mucho tiempo, no veía las hojas caer; ni sentía el crujir al pisarlas; ni percibía el color ocre. En realidad tampoco notaba el verde li­món de las hojas al nacer.
Las plantas nacen como los bebés... no de la misma manera pero sí con la misma ternura. Las hojas tiernas en la primavera viven su vida y después de mo­rir dejan el murmullo postrero al pisarlas. No me daba cuenta de esto.
Antes no observaba los árboles desde abajo, junto a su tronco, por eso no veía al sol destellar entre las ramas; no advertía los juegos de luz reflejando en las hojas los atardeceres.
Antes no descubría los sonidos; eran vagos y efímeros ecos del bullicio ciudadano. Ahora siento que de algunos árboles vibran canoros arpegios: son los árboles "pajareros". Hay muchos y en distintas zonas de la ciudad. Decenas de pájaros gorjean al unísono haciendo de las mañanas una delicia que a veces trastoco en cantata. Sí, le pongo letras, palabras y canto con ellos.
No sabía de la existencia de antiguos edificios con extrañas cúpulas. Sólo veía (y a veces) el gris de las viejas paredes. No distinguía los tonos y por supuesto no levantaba la cabeza. Mirar hacia arriba caminando por la ciudad es una sorpresa perpetua: los ornamentos de antaño perviven muchas veces sutilmente disimulados. Buscarlos es un placer que, antes de aquel otoño, no experimentaba.
Los recuerdos comienzan a acumularse en mi cerebro. Lo que fui y lo que soy. El antes y el después de un largo otoño.
No siempre las estaciones duran lo que marca el calendario. Muchas veces uno vive una perpetua primavera y no alcanza a vislumbrar, a notar que crecer es ir cambiando de color, como las hojas. Pero a nosotros nos duele cuando nos pi­san, no sabemos con certeza si a las hojas les sucede lo mismo, probablemente no sufran como nosotros, claro, ellas no tienen cerebro. Ellas son presa fácil de los vientos que las arrancan y las desparraman, a veces las acumulan y las tiran pero ellas luchan tapando cañerías y obligándonos a nosotros, los humanos, a destapar. ¡Cuánto pueden las hojas juntas!
En cambio nosotros con nuestro brillante cerebro no alcanzamos siquiera a darnos cuenta del daño que hacemos. Muchos menos cambiar. Construir un mundo mejor
Poder podríamos pero no queremos hacerlo. La codicia y las ambiciones ma­tan las intenciones. La justicia brilla por su ausencia.

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